viernes, 16 de octubre de 2015

Europa debe colapsar. Entrevista a Giorgio Agamben por Iris Radisch.

He aquí una entrevista hecha por Iris Radisch a Giorgio Agamben, traducida por Luis Ignacio García. Fue publicada el 27 de agosto de 2015 en el periódico alemán Die Zeit, con el título “Europa muss kollabieren”:



Bansky, “La Unión Europea” (2015). 


ENTREVISTA.

DIE ZEIT: Se le ha tomado a mal que usted haya criticado a Europa como una asociación puramente económica. Mientras tanto parece que usted ha tenido razón: en la crisis griega sólo se habló de dinero. ¿Cómo evalúa el drama griego? ¿Europa se va a romper en dos mitades?

Giorgio Agamben: Una Europa tal como yo la desearía recién podría darse cuando la “Europa” realmente existente colapsara. Por ello Grecia podría jugar un rol decisivo –aún cuando sea amargamente decepcionada por sus dirigentes. Usted ha hablado de división: sin embargo si Grecia abandonara de hecho la Unión Europea, Europa estaría en Atenas, no en Bruselas, donde cada decisión es tomada por comisiones compuestas en gran parte por representantes de la gran industria del respectivo sector económico –algo que la mayoría de los europeos parece no saber. Antes que nada hay que oponerse a la mentira de que este pacto entre estados que se hace pasar por constitución sea la única Europa pensable, de que este lobby institucionalizado carente de ideas y de futuro, que ha prescripto ciegamente la más sombría de todas las religiones, la religión del dinero, sea el legítimo heredero del espíritu europeo.

DZ: ¿Tiene para usted un significado simbólico que la crisis suceda precisamente en Atenas? Heidegger habría dicho que en Atenas ha concluido un “camino occidental”. ¿Qué significado más profundo se esconde detrás de la crisis del dinero?

Agamben: No se puede soslayar que el significado de la crisis excede el ámbito económico. Cuando la reducimos a sus aspectos económicos corremos el peligro de perder de vista lo esencial. Pues la auténtica pregunta es: ¿qué se oculta tras el dominio global del paradigma económico? ¿Cuáles son los fundamentos más profundos para la restricción de lo político a través de la economía? Estamos ante un problema que más allá de los intereses particulares de los capitalistas y de los bancos marca un momento decisivo no sólo de la historia europea, sino también del género humano como tal. La debilidad de la tradición marxista consiste en limitarse a un análisis económico. Las fuerzas históricas –política, religión, arte y filosofía–, que han dirigido los destinos de occidente ya no están más en condiciones, al menos desde la primera guerra mundial, de movilizar a los pueblos de Europa por alguna meta determinada. El propio concepto de “pueblo” ha perdido su significado, y las poblaciones que lo han reemplazado no tienen la menor intención de asumir una tarea histórica, como siempre degenerada –y esto quizá está bien que así sea, si se piensa en las tareas que en los siglos XIX y XX les fueron destinadas a los pueblos. Ese es el contexto en el que se sostiene el actual primado de la economía. En la carencia de tareas históricas la vida biológica ha devenido la última misión de occidente. Se muestra entonces que el dominio del paradigma económico va acompañado con lo que usualmente se denomina desde Foucault biopolítica: el cuidado de la vida como tarea eminentemente política. Pero la vida como tal es un concepto general vacío que, como ha mostrado Ivan Illich, puede designar tanto a un espermatozoide como a una persona, a un perro o a una abeja, a un embrión o a una célula. Por lo tanto la economía conduce o bien a ninguna parte, o bien, como muestra la historia del totalitarismo del siglo XX y la ideología actualmente dominante del crecimiento económico ilimitado, a la destrucción de la vida que ha capturado.

DZ: Si es cierto que la economía lleva a la nada y no sirve para nada, ¿se debería preguntar en qué medida la crisis económica tiene su origen en una crisis espiritual y metafísica, al menos una crisis de la cultura europea?

Agamben: No he dicho que la economía no sirve para nada. Todo lo contrario: es absolutamente útil, puro servicio, mera utilidad. Con ella la vida humana ingresa en la esfera de los objetos de uso y de las herramientas. En combinación con la técnica ha remplazado al esclavo, la “herramienta viva” de la antigüedad. Lo que quiero decir es que la economía como tal no puede ni saber ni decidir a qué debería servir. Lo mismo sucede con la crisis, de la que tanto se ha hablado. Recuerdo, no por primera vez, que la palabra griega crisis significa “juicio” o “decisión”. En la tradición médica señala el momento en el que el médico debe decidir si el enfermo va a vivir o a morir; en la tradición teológica indica el momento del juicio final. Hoy la crisis, vuelta cotidiana e indefinida, decide apenas su propia subsistencia, el aplazamiento de cada decisión inapelable. Es como si el siervo, vuelto señor, no supiera para qué podría servir, a no ser para el incremento ilimitado del servicio y de la servidumbre. Es la situación paradójica de una herramienta obligada a decidir para qué debería servir, y que se decide por servirse a sí misma. Walter Benjamin, que habló del capitalismo como religión, ya sabía que en el “servicio” incondicional yace algo religioso. En nombre de este servicio pseudorreligioso se quiere, como ahora mismo en Grecia, prescribir al hombre cómo debe vivir. En este sentido puede decirse que la crisis no es meramente económica. El significado de la filosofía –prefiero esta palabra a “metafísica”– consiste en confrontarse a la humanización del hombre. La antropogénesis, la humanización del animal, no ha sucedido de una vez para siempre en tiempos remotos; es un acontecimiento que acaece constantemente, un proceso no cerrado, en el que se decide si el hombre deviene humano o si permanece no humano, o mejor dicho, si se vuelve otra vez no humano. El pensamiento es antes que nada el recuerdo de este acontecimiento, su repetición. En él se trata de la humanidad o inhumanidad del hombre, algo de lo que los economistas y expertos en finanzas no se hacen ninguna idea.

DZ: ¿Son todos estos presagios de una decadencia inminente, o de una decadente época tardía que pudiera ser el principio del fin del mundo occidental que conocemos?

Agamben: Cuando dije que occidente se encuentra hoy en una situación epocal en la que las fuerzas que han determinado su historia parecen haber alcanzado su fin, no implicaba con ello que estas fuerzas hayan muerto. Las ideas usuales sobre este tema deben ser invertidas. Efectivamente actual y apremiante se vuelve algo justo después de volverse inservible. Pues recién entonces se muestra en su total plenitud y verdad. Puede ser que la política, la religión, el arte y la filosofía hayan llegado al final de su desarrollo histórico, pero en la medida en que nosotros pudiéramos crear nueva vida desde la totalidad de su historia, no están muertos. No vivimos en una época posthistórica, en la que ya nada más pueda o deba acontecer. Más bien vivimos en un tiempo en el que todo puede acontecer, en el que está en juego nada menos que la recapitulación de todas las posibilidades históricas de occidente. La humanidad no ve ante sí sólo un futuro paralizador, que ya no le puede ofrecer nada, sino que puede también volver la mirada a la totalidad de su pasado, lo que le abre la posibilidad de hacer un nuevo uso de lo acontecido o vivir por primera vez lo que en él permanece no vivido. En vista del interés de las fuerzas dominantes por poner a salvo el pasado en museos y por eliminar su herencia espiritual, cada intento de entrar en una relación viva con el pasado es un acto revolucionario. Por esto creo, con Michel Foucault, que la arqueología –a diferencia de la investigación sobre el futuro, que por definición está al servicio del poder– es ante todo una práctica política. El futuro de Europa es su pasado –ciertamente bajo la condición de que esté a su altura.

DZ: La filosofía occidental, esto es, la filosofía que cree en el progreso, siempre quiere superar el pasado. En general nos sentimos superiores a nuestros antepasados porque hemos podido escapar de los horrores del pasado, de la sociedad esclavista, del absolutismo, del racismo, del eurocentrismo, del totalitarismo, del trabajo infantil, de la opresión de la mujer, etc. Así, en siglos anteriores yo habría tenido escasa ocasión de mantener una conversación con usted. ¿En qué tesoros olvidados del pasado piensa usted cuando dice que el futuro de Europa yace en su pasado?

Agamben: Aquí radica un auténtico malentendido. Pues lo que llamo relación viva con el pasado me interesa sólo en la medida en que posibilita un acceso al presente. Michel Foucault dijo una vez que sus investigaciones históricas serían sólo las sombras que su interrogación del presente arroja sobre el pasado. Comparto plenamente este parecer. Nunca llegamos a coger el presente, siempre se nos escapa. Por ello la contemporaneidad es lo más difícil, pues verdaderamente contemporáneo es –como ya Nietzsche sabía– sólo lo intempestivo. Seguramente conocen la tesis de Walter Benjamin de que el presente no se da como un punto aislado en un continuum temporal, sino en una constelación con un momento del pasado. De allí se sigue que la relación con el pasado no representa sólo un problema psicológico individual, sino también político colectivo. Cada decisión sobre el presente, sea en la vida individual o colectiva, implica la relación con un instante concreto del pasado, con el que el presente debe aclararse. Sin esta constelación crítica no hay ningún acceso al presente, que permanece impenetrable, pues es reducido, tal como el discurso del poder constantemente intenta hacernos creer, a una colección de números y hechos, que debería ser aceptado sin discusión. Por eso estoy convencido de que sólo la arqueología nos hace posible el acceso al presente, pues ella busca los orígenes de su curso, y está tras las huellas de las sombras que el presente arroja sobre el pasado.

DZ: Eso suena bastante complicado: el pasado, que habría de reanimarse para nosotros, ¿no existe como tal para nada?

Agamben: Cuando hablo de pasado no me refiero ni a un origen sin tiempo ni a algo que aconteció de manera irrevocable y que representa una sucesión de hechos irrefutables, que vale para ser coleccionado y protegido en un archivo. Entiendo por pasado más bien algo que aún es inminente y que debe ser arrancado a la imagen dominante de la historia para poder acontecer. Cuando me he ocupado de la genealogía del estado de excepción era porque quería comprender lo que sucedía alrededor mío; cuando investigué las reglas monásticas era porque ellas me parecían abrir la posibilidad de una práctica política venidera. Por lo demás debo reconocer que no estoy en absoluto de acuerdo cuando usted dice: “la filosofía occidental, esto es, la que cree en el progreso”. No conozco ningún filósofo digno de mención que se haya considerado progresista. Todo historiador informado sabe que la ideología del progreso no es sino uno de los dos lados –de algún modo la mano izquierda– de la ideología capitalista, cuya agonía hemos presenciado recientemente. Fatalmente se ha desmoronado junto a su más absurda y temible expresión: la idea de un crecimiento inacabable del proceso de producción.

DZ: Podemos concretar la idea de que el futuro de Europa yace en su pasado mediante su ejemplo de la vida monástica. ¿Puede el modo de vida franciscano ser un modelo para la agotada Europa? ¿Hay en el ideal cristiano de pobreza una solución?

Agamben: Para decirlo nuevamente, no se trata de un retorno al ideal franciscano tal como alguna vez existió, sino de utilizarlo de un nuevo modo. Mi interés en el monaquismo surge de la circunstancia de que no pocas veces hombres que pertenecían a las capas más cultas, como era el caso de Basilio el Grande, Benedicto de Nursia, el fundador de la orden benedictina, y más tarde de Francisco, tomaron la decisión de abandonar la sociedad en la que vivieron hasta entonces, para fundar una comunidad de vida radicalmente otra, o, lo que desde mi perspectiva es lo mismo, una política radicalmente otra. Esto comenzó simultáneamente con la decadencia y el ocaso del Imperio Romano. Lo destacable en esto es que esta gente no pensó reformar o mejorar el estado en el que vivían, es decir, tomar el poder para transformarlo. Sencillamente le dieron la espalda.

DZ: Como el pasota de hoy, que se retira al campo y cultiva verduras…

Agamben: Veo aquí una cierta analogía con la situación presente. Estamos acostumbrados a entender la transformación política radical como consecuencia de una revolución más o menos violenta: un nuevo sujeto político, que desde la revolución francesa nombra al poder constituyente, destruye el orden político-jurídico y crea un nuevo poder constituido. Pienso que ha llegado el momento de abandonar este modelo caduco, para orientar nuestro pensamiento hacia algo que podría llamarse “fuerza derogatoria” o “destituyente” –esto es, hacia una fuerza que no puede en absoluto adoptar la forma de un poder constituido. El poder constituyente corresponde a revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones, es un poder a través del cual se instituye un nuevo derecho. Para la fuerza destituyente se deben inventar estrategias totalmente distintas, cuya más íntima determinación sea producir una política venidera. Si el poder es revolucionado sólo por el poder constituyente, se desencadena otra vez sin falta a la ininterrumpida dialéctica, sin fin y sin salida, de poder constituyente y poder constituido, poder instaurador de derecho y poder conservador de derecho.

DZ: ¿Sería entonces aconsejable desarrollar una estrategia de retirada y de fuga de lo moderno?

Agamben: De hecho creo que el modelo de la lucha, que la imaginación política de la modernidad ha paralizado, debería ser sustituido por el modelo de la retirada. Esto, me parece, se ha vuelto particularmente claro en Grecia. Syriza tuvo que capitular pues ingresó en una lucha desesperada y rechazó el único camino viable: la salida de Europa. Esto vale por supuesto también para la existencia individual. Kafka lo repitió incansablemente: no busques la lucha, encuentra una salida. Evidentemente el modelo fáustico de la lucha está unido del modo más estrecho al modelo capitalista del incremento de la productividad. Lo que más me interesó del fenómeno del monaquismo fue la aparición de una forma de vida que implicaba una política basada en la fuga y el retiro. El imperio se desmoronó, y el orden monástico permaneció y ha protegido para nosotros la herencia cuya transmisión ya no pueden lograr las instituciones estatales, tanto como en nuestros días las escuelas y universidades europeas, que por cierto fueron masivamente desmontadas. Veo entonces algo acercarse a nosotros. Ciertamente necesita su tiempo. Pero ya hoy este modelo es practicado más o menos frecuentemente por la gente joven. Debe haber más de trescientas comunidades de este tipo sólo en Italia. Ustedes objetarán que lo que posibilitaba el monaquismo era la fe, que ciertamente hoy falta. Esto es lo que Heidegger debe haber querido aludir cuando en la entrevista del Spiegel dijo aquella frase aún incomprendida: “Sólo un Dios puede salvarnos”. ¿Pero qué es la fe? No cabe la menor duda de que hoy ningún hombre inteligente estaría dispuesto a creer en las instituciones, la iglesia incluida, y los valores existentes, reductibles al euro, tal como nosotros en Europa tan bien podemos ver. La palabra griega para “fe”, pistis, que es utilizada en el Nuevo Testamento, significa originariamente “crédito”, y el dinero no es otra cosa que un título de crédito. Pero este crédito se basa –en especial desde que Nixon abandonó el patrón oro del dólar– en la nada. Las democracias europeas, que se dicen laicas, se basan en una forma vacía de la fe. Lo que hoy se nombra con la aparentemente respetable palabra Europa está basado en una nada. Sin embargo, un crédito expedido desde la nada no puede mantenerse eternamente. De los franciscanos me interesó no tanto la pobreza cuanto el modo en que ellos daban al uso más importancia que a la propiedad. El concepto de uso está también en el centro de mi último libro, L’uso dei corpi. Inventar una forma de vida fundada no en la acción y la propiedad sino en el uso: una tal tarea es la que debería asumir una política venidera.

DZ: Hace algunos años usted recomendaba traer a la memoria nuevamente en la vida política europea lo que el filósofo francés Alexandre Kojève llamó “el imperio latino”. Se esconde allí una idea geofilosófica de una humanidad mediterránea y de un pensamiento mediterráneo, que ha inspirado también a Paul Valéry, a Albert Camus y a muchos otros. Lo que usted dice ahora sobre nuevas formas de vida que no estén fundadas en la propiedad, me recuerda la utopía mediterránea en la que la moderación y la humildad figuran en el centro. ¿Es el pensamiento mediterráneo el camino para Europa? ¿O acaso es el intento de retirada de la sociedad de crecimiento sólo un sueño para poetas y para un par de comunidades marginales?

Agamben: Entiendo lo que quiere decir, pero preferiría evitar formulaciones como “pensamiento mediterráneo”, que resultan demasiado vagas. Cuando en la ciencia del lenguaje no se puede aclarar de manera inequívoca una palabra indoeuropea o, como se dice en Alemania, “indogermánica”, se remite regularmente a un “substrato mediterráneo”. También se podría igualmente poner una gran X, pues no se sabe nada de ese lenguaje. Lo que se puede decir –sin tener que caer en vaguedades–, es que por razones históricas complejas pero comprensibles el modo de producción capitalista, que comenzó a imponerse después de la revolución industrial, se encontró con obstáculos y resistencias en los países del ámbito mediterráneo. Aquí estaba aún intacto aquello que Ivan Illich ha llamado el ámbito vernáculo –es decir aquellos bienes que no son comprados en el mercado sino producidos por cada familia. Como es sabido hoy ya no hay nada que no tenga que ser comprado en el mercado. Entonces, para responder su pregunta: la continuidad del ámbito vernáculo presupone la supervivencia de ciertas ideas y convicciones que ciertamente tampoco fueron totalmente eliminadas en los países del norte, pero que en Europa del sur fueron mucho más difundidas. Por lo demás yo prefiero hablar de “formas de vida”, pues contra la opinión común es muy difícil distinguir entre teoría y praxis. Si se quiere dar sentido a las fórmulas “pensamiento mediterráneo” e “imperio latino” se debe elaborar un catálogo de estas ideas y prácticas o “formas de vida”. Es el mérito de Ivan Illich haber puesto en marcha este trabajo de un modo muy inteligente.  Desgraciadamente la tradición de izquierdas ha considerado únicamente abstracciones jurídicas (los derechos del hombre) y económicas (la fuerza de trabajo, la producción) y nunca se ha hecho cargo de las formas de vida. Por ello no sorprende que sea inferior, en todos los terrenos, al capitalismo, con el que comparte los conceptos fundamentales. Esta es la razón por la que junto al concepto de uso haya un segundo concepto de mi último libro: el désouvrement o ausencia de obra. En mi libro hablo de inoperosità. No refiere ni al ocio ni a la serenidad, sino a un tipo de actividad que consiste en desactivar y suspender la obra de la economía, del derecho, de la biología, etc., para abrirla a un nuevo uso. Aristóteles planteó la pregunta más significativa: ¿hay una obra o una actividad propia del hombre, no en tanto zapatero, arquitecto, pintor, etc., sino del hombre como tal? ¿O es el hombre en cuanto tal carente de obra, sin una obra determinada para él? Siempre he tomado seriamente esta pregunta. El hombre es el ser vivo sin obra propia, pues no se le puede atribuir ninguna vocación particular. Por lo tanto es un ser de posibilidad, de la mera potencia. Genuinamente humana es sólo la actividad que abre la obra a través de su suspensión a la posibilidad y a un nuevo uso. Un ejemplo que me parece contundente es la poesía. ¿Qué es la poesía sino una operación lingüística consistente en neutralizar la función informativa y comunicativa del lenguaje para abrirlo a otro uso, aquel uso que se llama poético? Otro ejemplo es la fiesta. Pues la fiesta no se deja reducir, tal como sucede en la sociedad capitalista, a una interrupción del trabajo. La fiesta consiste ante todo en hacer lo que usualmente hacemos, sólo que de otro modo, esto es, estropearlo o hacerlo ineficaz. Cuando se come, no se lo hace para alimentarse; cuando uno se viste, no lo hace para protegerse del frío; cuando se intercambian objetos, no es para comprar o vender. Estoy firmemente convencido de que los distintos modos de ausencia de obra son tan importantes para una sociedad como los distintos modos de producción. Lamentablemente Marx sólo se ocupó de investigar los modos de producción y descuidó totalmente los modos de ausencia de obra. Esta unilateralidad aclara algunas aporías de su pensamiento, en particular cuando se trata de la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Desde la perspectiva de Marx se podría decir que la sociedad sin clases está ya presente aquí y ahora en la ausencia de obra. Para volver a su pregunta: como usted ve, ya está todo allí, esto es, la pregunta por el centro y las periferias ya está resuelta. El asunto es cómo se comporta cada sociedad ante esta presencia. Lo que la poesía realiza para la capacidad de lenguaje y la fiesta para la productividad, debe ser realizado por la política y la filosofía para la capacidad de acción. En la medida en que suspenden las actividades económicas y biológicas, muestran lo que puede el cuerpo humano, y abren nuevos caminos para hacer uso de él.

DZ: Su filosofía del abandono y de la ausencia de obra ofrece entonces una salida a la crisis actual. Parece que debemos seguir el consejo que nos diera el poeta Rainer Maria Rilke: “Debes cambiar tu vida”. ¿Se trata de una renovación radical de nuestras formas de vida?

Agamben: No se trata simplemente de transformar nuestro modo de vida. Todos los seres vivos obedecen a un modo de vida, pero no todos los modos de vida son, o son siempre, formas de vida. Cuando hablo de forma de vida no me refiero a ninguna vida otra, ninguna vida mejor o más verdadera que aquella que tenemos: la forma de vida es la ausencia de obra que habita toda vida, una tensión que atraviesa esa vida, que desactiva la identidad social y la facticidad jurídica, económica e incluso corporal, para hacer otro uso de ella. Sucede lo mismo que con la vocación: quizás es bueno tener una vocación, de escritor, arquitecto o de lo que se quiera ser. Pero la verdadera vocación es la revocación de toda vocación, es una fuerza que opera en el interior de la vocación, la pone en cuestión y la lleva a una verdadera vocación. En la primera carta a los Corintios, Pablo enuncia este impulso interior en la fórmula del “como-si-no”: “Que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, y los que lloran como si no lloraran, y los que están alegres como si no lo estuvieran…”. Vivir bajo el signo del “como si no” significa deponer toda propiedad jurídica y social sin que esta deposición funde una nueva identidad. En este sentido la forma de vida es aquello que depone todas las condiciones sociales bajo las que se vive, y al hacerlo no se niegan las condiciones sino que se hace uso de ellas. Pablo escribe: si en el momento de la vocación te encuentras esclavizado, no debes afligirte. Aún cuando pudieras liberarte, mejor haz uso de tu servidumbre. Eso vale, creo yo, también para la vida que está a la busca de su forma, una forma de la que ya no pueda ser separada.


* Traducción del alemán al español por Luis Ignacio García. 

domingo, 26 de abril de 2015

Giorgio Agamben, "¿A quién se dirige la poesía?" (2015).


Este ensayo fue publicado originalmente en la revista New Observations, nº 130 (2015). Originalmente traducido al inglés por Daniel Heller-Roazen. Traducido al castellano específicamente para Infrapolitical-Deconstruction Collective, por Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith. No reproducir sin incluir la fuente.


¿A quién se dirige la poesía?

¿A quién se dirige la poesía? Solo es posible responder esta pregunta si se entiende que el destinatario del poema no es una persona real sino una exigencia.

Una exigencia nunca coincide con las categorías modales con las que estamos familiarizados. El objeto de la exigencia no es ni necesario ni contingente, no es posible o imposible.

Se puede decir, en cambio, que una cosa ‘exige’ (‘exacts’) o demanda otra, cuando sucede que, si la primera cosa es, la otra también tiene que ser, sin que necesariamente la primera esté implicando lógicamente a la segunda o forzándola a existir en el ámbito de los hechos. Una exigencia es simplemente algo más allá de toda necesidad y toda posibilidad. Es similar a una promesa que solo puede ser cumplida por aquel que la recibe.

Benjamin escribió alguna vez que la vida del Príncipe Myshkin exige permanecer inolvidable, aun cuando todos la olviden. De la misma forma, el poema exige ser leído, aun cuando nadie lo lea.

Esto mismo puede expresarse diciendo que en la medida en que la poesía demanda ser leída, debe permanecer ilegible. Estrictamente hablando, no hay un lector de poesía.

Es esto quizás lo que Cesar Vallejo tenía en mente cuando, al definir la intención última y la dedicatoria de casi toda su poesía, no encontró otras palabras más que decir por el analfabeto a quien escribo. Es importante detenernos en la formulación aparentemente redundante “por el analfabeto a quien escribo”. Aquí “por” significa menos “para” que en “lugar de”; tal como Primo Levi dijo que él daba testimonio por –esto es, “en el lugar de”– aquellos llamados Muselmanner que, en la jerga de Auschwitz, nunca pudieron dar testimonio.

El verdadero destinatario de la poesía es aquel que no está habilitado para leerla. Pero esto también significa que el libro, que es destinado a quien nunca lo leerá –el iletrado– ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe leer y que es, por lo tanto, una mano iletrada. La poesía es aquello que regresa la escritura hacia el lugar de ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose.


* Traducción del inglés al español por Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith.

martes, 3 de febrero de 2015

Giorgio Agamben, "Si la feroz religión del dinero devora el futuro" (16 de febrero de 2012).



El presente artículo de Giorgio Agamben apareció el 16 de febrero de 2012, publicado en Italia en el periódico La Repubblica –de donde he tomado el texto italiano que aquí traduzco–, y está disponible en el siguiente enlace:



Si la feroz religión del dinero devora el futuro


 Para captar lo que significa la palabra “futuro”, primero debemos captar lo que significa otra palabra, que no estamos acostumbrados a utilizar fuera de la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, en la medida en que hay futuro sólo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero ¿qué es la fe? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –existe una disciplina con este extraño nombre–, un día estaba trabajando sobre la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para decir “fe”. Ese día se encontraba por casualidad en una plaza de Atenas y en un determinado momento, alzando la mirada, vio escrito en letras grandes frente a él Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y después de unos segundos se dio cuenta de que estaba simplemente frente a un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ahí estaba el sentido de la palabra pistis que había estado tratando de captar durante meses: pistis, “fe”, es simplemente el crédito que tenemos con Dios, y el crédito que la palabra de Dios tiene con nosotros desde el momento en que creemos en ella. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”: es lo que da realidad a lo que no está allí todavía, pero en lo que creemos y confiamos, dando crédito. Algo así como un futuro existe sólo en la medida en que nuestra fe le puede dar sustancia o realidad a nuestras esperanzas.

            Pero la nuestra, como sabemos, es una época de escasa fe o, como decía Nicola Chiaromonte, de mala fe, esa fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Es, por tanto, una época sin futuro y sin esperanza –o de futuros vacíos y falsas esperanzas. Pero en esta época demasiado vieja para creer verdaderamente en algo y demasiado astuta para estar verdaderamente desesperada, ¿qué es nuestro crédito, qué es nuestro futuro? Porque, en una inspección más cercana, hay todavía una esfera de crédito, una esfera a la que fue a dar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esta esfera es el dinero y los bancos –los pisteos tes trapeza– son sus templos. El dinero no es más que un crédito y sus correspondientes billetes de banco (notas bancarias). La así llamadacrisis” que estamos atravesando –pero lo que se llama “crisis”, ahora está claro, no es más que la manera normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– comenzó con una serie de imprudentes operaciones de crédito. Esto significa, en otras palabras, que el capitalismo financiero –y los bancos que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, es decir, con la fe de los hombres. Pero esto también significa que la hipótesis de Walter Benjamin, según la cual el capitalismo es en verdad una religión y la más feroz e implacable que ha existido –porque no conoce redención ni tregua– ha de ser tomada en cuenta literalmente. El Banco –con sus funcionarios grises y expertos– ha tomado el lugar de la Iglesia y sus sacerdotes y, gobernando el crédito, manipula y gestiona la fe –la escasa e incierta confianza– que nuestro tiempo todavía tiene en sí mismo. Y lo hace en el modo más irresponsable y carente de escrúpulos, tratando de lucrar ganando dinero a costa de la confianza y de la esperanza de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede disfrutar y el precio que tiene que pagar por ello (incluso el crédito de los Estados, que dócilmente han abdicado de su soberanía). De este modo, gobernando el crédito, el poder financiero gobierna no sólo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y a plazo. Y si hoy la política ya no parece posible, esto es porque el poder financiero de hecho ha secuestrado toda la fe y todo el futuro, todo el tiempo y todas las expectativas. Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica permanezca subordinada a la más oscura e irracional de las religiones, sería bueno que cada uno de nosostros vaya recuperando su crédito y su futuro de las manos de estos tristes y desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las diversas agencias del poder financiero. Y quizás lo primero que hay que hacer es dejar de mirar sólo hacia el futuro, como ellos nos instaron a hacerlo, para volver a mirar hacia el pasado. Sólo comprendiendo lo que ha pasado y sobre todo tratando de captar cómo ha llegado a ser posible, tal vez, podamos recuperar la libertad. La arqueología –no la futurologíaes la única vía de acceso al presente.

Traducción del italiano al español por Gonzalo Díaz Letelier.


martes, 27 de enero de 2015

Reseña de Andrea Cavalletti al libro de Giorgio Agamben "El uso de los cuerpos" (Italia, 2014).



 He aquí una versión de la reseña que Andrea Cavalletti hace del libro de Giorgio Agamben, «El uso de los cuerpos» («L’uso dei corpi», 2014). La traducción del italiano al español la hice a partir del texto publicado en: Quotidiano Comunista Il Manifesto, 28 de diciembre de 2014, disponible en el siguiente enlace:

http://ilmanifesto.info/la-vita-e-forma-e-si-genera-vivendo/

 



Agamben, la vida es forma y se genera viviendo.

Cerrando el 2011 con «Altísima pobreza» (el volumen IV, 1 de la gran obra «Homo sacer»), Giorgio Agamben evidenciaba la grandeza y los límites de la regla franciscana: una forma de existencia que situándose fuera del derecho, rechazando la propiedad en nombre del uso, definía todavía el uso en relación al derecho, de una manera únicamente negativa. De hecho, no había en el franciscanismo “una definición del uso en sí mismo”, que en definitiva fue concebido por sus defensores como una serie de actos de renuncia. Agamben se despedía así de sus lectores dejando abierta una doble pregunta: “¿Cómo podría verdaderamente un uso traducirse en un ethos y en una forma de vida? Y ¿qué ontología y qué ética corresponderían a una vida que, en el uso, se constituyera como inseparable de su forma?” El otro libro de 2011, «Opus Dei» («Homo sacer, II, 5»), una investigación arqueológica del paradigma operativo y el oficio, y, en íntima conexión con ello, de la voluntad y el comando –o sea, de aquel aparato conceptual que de Aristóteles a Kant ha informado toda la cultura occidental–, menciona hacia el final el horizonte próximo de la investigación: “El problema de la filosofía que viene es pensar una ontología más allá de de la operatividad y del comando, y una ética y una política totalmente liberadas de los conceptos de deber y voluntad”. Las indicaciones de los dos libros fueron, por lo tanto, estrictamente convergentes: el ethos finalmente liberado de la voluntad y del deber coincide con la forma de vida, y ésta no es más que el uso, es decir, puede ser concebida sólo haciendo una ontología de la no-operatividad. Ya en «Homo sacer, I» (1995), por otra parte, Agamben usaba guiones para escribir forma-de-vida, nombrando así un “ser que es sólo su desnuda existencia, una vida que es su forma y permanece inseparable de ella”, y que se podría pensar más allá de la distinción aristotélica entre potencia y acto, más allá de la partición clásica entre zoè y bios, o más allá del bando soberano que cesura y captura a la nuda vita. La investigación de veinte años podría llegar a término coincidiendo con la “definición del uso en sí mismo”.

            «El uso de los cuerpos» («Homo sacer, IV, 2») responde a las expectativas con la fuerza resolutiva de la obra maestra. Este noveno y último volumen es un libro con el que será de ahora en adelante necesario medirse –aunque no sea fácil–, no sólo porque por su riqueza, erudición y claridad especulativa se está imponiendo en el panorama filosófico de nuestro tiempo, sino porque verdaderamente abre una nueva dimensión del pensamiento mientras restituye –más allá de la “potencia constituyente”, a saber, de las instituciones y del gobierno– toda la seriedad de la anarquía (entendida a la vez en sentido filosófico y político).

            Esta vida que es sólo su desnuda existencia, la vida que precisamente el derecho excluye y captura, la vida a-bandonada  y sagrada (insacrificabile, explicada por Agamben yendo más allá de Kerényi, en el sentido que puede ser matada sin cometer homicidio), se presenta al inicio de la nueva obra en una frase de Guy Debord: “cette clandestinité de la vie privée sur laquelle on ne possède jamais que des documents dérisoires” [esta clandestinidad de la vida privada sobre la cual no se puede poseer jamás más que unos documentos ridículos]. Es la vida del cuerpo, separada de nosotros como lo está un inmigrante ilegal, y a la vez inseparable como no se separa de nosotros algo quecomparte de modo encubierto con nosotros la existencia”. Ciertamente, respecto del último Foucault que había pensado en nombre del placer la sustracción del cuerpo a los mecanismos de poder de la sexualidad, Agamben había expresado sus reservas señalando que el cuerpo está para nosotros “ya siempre preso en un dispositivo (…), es ya siempre cuerpo biopolítico y vida desnuda”.

Pero el énfasis aquí está puesto sobre el uso, se trata de aislarlo, sustrayéndolo de su asimilación al acto, a la producción, a la obra. Ahora, un puro uso del cuerpo había sido concebido por la cultura clásica en la figura y la actividad del esclavo que, explica Agamben, no puede ser interpretado de acuerdo con un concepto de trabajo tan implícito y obvio para nosotros como desconocido para los griegos. El trabajador podrá ser esclavizado, pero el esclavo no es un trabajador. Su cuerpo, decía Aristóteles, es un instrumento, pero no produce –como el telar– una obra separada de su uso; es más bien un instrumento práctico, similar a una túnica o una cama, que sólo se usan. Improductivo, y casi desprovisto de virtud, este hombre-utensilio es por tanto el excluido de la vida política que hace posible que los otros sean libres, enteramente políticos, verdaderamente humanos.

Se reconoce aquí el esquema típico de la exclusión incluyente –o de la “excepción”, en el sentido que Agamben ha dado a este término. Pero precisamente por esto, según un gesto teórico también típico y complementario, “el esclavo representa la captura en el derecho de una figura del hacer humano que todavía queda por librar”.

La indagación comienza a girar, por lo tanto, en torno al verbo chresthai: usar (que de hecho no puede tener acusativo), verbo que indica, en su significado más propio, no una relación de un sujeto con un objeto exterior, sino la relación que se tiene con sí mismo. La diferencia con Foucault está señalada ahora sutilmente: de hecho, es verdad que en una famosa lección del curso de 1982, «La hermenéutica del sujeto», la noción platónica e incluso estoica de chresis fue devuelta a su sentido más amplio y variado (comportamiento, actitud) e interpretada como un signo del “cuidado de sí” y del sujeto: quien cuida de sí, enseñaba Foucault, se ocupa de sí mismo como sujeto de la chresis, esto es, de comportamientos, actitudes, etc. Pero si ya la chresis, según la aguda distinción de Agamben, es una “relación consigo”, ella comporta un cambio esencial más allá de la dimensión del sujeto. Ya no hay un sujeto de la chresis del cual ocuparse, sino sólo uso, sólo relación consigo y sin sí mismo como sujeto. Aquí Agamben puede parecer cercano a Heidegger, según quien la expresión Selbstsorge (cuidado de sí) –que signa desde la antigüedad la comprensión preontológica del sujeto– es sólo una tautología, porque el ser-ahí está ya siempre haciéndose cargo de sí mismo («Ser y tiempo», § 40). Pero nunca su confrontación con el maestro de los seminarios de Le Thor fue tan crítica y cerrada como en este libro. Precisamente el modo en que Heidegger privilegia el cuidado y describe el uso, asimilándolo a la energeia, demuestra según Agamben que él no está fuera del marco aristotélico. “Definir el uso en sí mismo” significa más bien pensar en un uso de la potencia que no sea simplemente pasaje al acto. Significa trabajar sobre las nociones de hexis, habitus, costumbre: distinguir, más allá de la pareja potencia/acto, un “uso habitual”. Si Glenn Gould es un pianista incluso cuando no toca, no lo es en cuanto “titular o dueño de la potencia de tocar, que puede poner o no poner en obra”, sino porque no cesa nunca de ser el que tiene el uso del piano, “vive habitualmente el uso de sí” como pianista. El uso no es una actividad, sino una forma-de-vida.

Para esto la riquísima segunda parte del libro se mueve en la dirección que Heidegger había vislumbrado sin poder seguirla: Agamben primero emprende una aguda arqueología del “dispositivo aristotélico”, a la vez ontológico y lingüístico, que aísla al sujeto escindiendo esencia y existencia, para adentrarse luego en el campo aún inexplorado de la “ontología modal”. Si alguna vez el pensamiento moderno ha arribado a este territorio fue en la correspondencia entre Leibniz y Des Bosses, y con ese concepto al que Leibniz ha dado el nombre (“inattendu et énigmatique” [inesperado y enigmático], dirá Charles Blondel) de vinculum substantiale. Caído –con la notable excepción de Maine de Biran– en un cono de sombra a lo largo del siglo XIX, el vinculum, que para Leibniz combina la multiplicidad rebosante de mónadas en una substancia, era redescubierto en 1930 precisamente por Blondel (en clave anti-kantiana), y luego por el historiador Alfred Boehm y en tiempos más recientes por Gilles Deleuze, quien le confió un papel clave en la transición desde la ontología clásica hacia su “filosofía del haber”. La original estrategia de Agamben apunta más bien al término “exigencia”: si el vínculo, como decía ya Leibniz, exige a las mónadas, la exigencia debe sustituir ahora a la substancia como concepto central de la ontología. El ser no se apropia de los modos de ser, sino que los exige, se despliega en ellos, no es más que sus modificaciones. La vida no es más que su forma y la forma –según la bella expresión de Vittorino– se genera viviendo.

Todas las oposiciones (existencia/esencia, potencia/acto, etc.) sobre las que estaba construida la tradición metafísica devienen así revocadas, y con ellas todas las particiones sobre las cuales, con un proyecto correspondiente, la filosofía política a lo largo de los siglos ha desarrollado y nutrido el dispositivo de la soberanía (vida desnuda/poder; oikos/polis; violencia/orden; multitud/pueblo). En la forma-de-vida, en la vida que se forma o se genera viviendo, zoè y bios no están ya más en una relación de oposición, sino que “se contraen la una sobre la otra”, entrando en contacto. Agamben retoma esta palabra de Giorgio Colli en su significado técnico: el contacto es “un vacío de representación” (donde representación significa a su vez, para Colli, “una relación simple”). Ahora, «Homo sacer, I» enseñaba que la forma pura de la relación es el bando soberano. Llegar, en el uso o en el contacto, más allá de la relación, quiere decir así, traspasar verdaderamente un umbral ontológico-político, pensar a la vez el ser y la política ya no más como una relación o representación.

Coherentemente, pues, la última parte de la búsqueda –que es también una recapitulación de todo el diseño de «Homo sacer» propone una “teoría de la potencia destituyente”. En efecto, ¿qué es el uso como potencia ya no subordinada al acto, ya liberada de la energeia? Sin obra, sin producción, sin trabajo ni paresse [presencia], el uso es la constante desactivación de la máquina ontológica, es la potencia que revela, expone y neutraliza todas las oposiciones. Y si la filosofía, según el lema de Kojève que a Agamben le gusta recordar, es aquel discurso que hablando de algo también habla del hecho de que está hablando, esta investigación de veinte años es destituyente. Con la agudeza del filólogo y la perspicacia del teórico, el autor de «Homo sacer» no ha hecho más que exhibir y disolver, durante los últimos veinte años, las relaciones fundamentales de la ontología política. Y aquí, donde vida y forma, zoè y bios, ser y modos de ser ya no se distinguen, el trabajo llamado «Homo sacer» coincide con la inoperosidad. Más allá del sujeto y de los principios del deber y de la voluntad, más allá del comando, del bando soberano o del vínculo entre poder constituyente y poder constituido, allí donde no hay más instituciones ni gobiernos, más allá de la bio-política, allí se puede finalmente nombrar la verdadera anarquía. Modo o forma-de-vida, ésta sólo “se libera como contacto”: desactivando el dispositivo que la sostiene, es decir, “con la lúcida exposición” de la misma anomia o “anarquía interna al poder”.


Traducción del italiano al español por Gonzalo Díaz Letelier.